Década del 2000. Entrevista al ex presidente Fernando Belaunde. En la imagen se aprecia el retrato de su madre Lucila Terry.
Foto: Archivo El Comercio
Década del 2000. Entrevista al ex presidente Fernando Belaunde. En la imagen se aprecia el retrato de su madre Lucila Terry. Foto: Archivo El Comercio
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Milagros Leiva

Fernando Sergio Marcelo Marcos Belaunde Terry sonríe cuando nos revela su nombre. “Fue en honor de los santos”, confiesa recitando los nombres que su padre eligió para bautizarlo. Después nos dice que no tiene importancia, que siempre fue Fernando para la familia, para los amigos, para la historia del Perú. El hombre que asumió la presidencia del país en dos oportunidades está preparado para hablar de política, para recordar sus obras, para defenderse de las críticas agrias. Su memoria se agudiza y recupera anécdotas de sus gobiernos, pero se desarma cuando le decimos que sólo intentamos conversar con él, con Fernando, con el muchacho que un día soñó con ser piloto de avión, y no presidente.

—Veo que asume el paso de los años con mucha tranquilidad.

Con tranquilidad y casi entusiasmo. Hay gente que no quiere envejecer, pero en mi caso sé que estoy canoso, con achaques y qué más da. Estoy feliz.

—¿Qué extraña de su juventud?

La movilidad. Podía salir un día en una gira política, pronunciar diez discursos y no me cansaba. Ahora pronuncio un par de discursos y me agoto. Además me da sueño.

—Muchas personas envejecen y pierden la lucidez, en su caso ha sucedido lo contrario.

Gracias a Dios. Pero también debo reconocer que mi memoria me está jugando malas pasadas, me enredo mucho con los nombres.

—¿Exceptuando los enredos, a qué le atribuye su claridad de ideas?

Dictar charlas me mantiene activo.

—¿Sigue nadando?

Solo cuando hace calor. De diciembre a mayo no paro, pero ahora me cuido pues un resfrío es peligroso. El año pasado nadé desde el 6 de enero hasta el 1 de mayo. Viola me decía: “¿Te has vuelto loco? ¡No vayas hoy!”, pero a mí me encanta. El ejercicio físico me ha mantenido y estoy satisfecho de mi vejez.

—¿Es verdad que era un chico muy travieso?

Es cierto. En el viejo Colegio Alemán yo acababa siempre en un pequeño calabozo, encerrado por mis mataperradas. Por el destierro de mi padre estudié la secundaria en París y cada vez que había un desorden en clase el profesor, sin voltear, decía: “Monsieur Belaunde á la porte”.

—¿Cómo fue la secundaria?

Estaba realmente impactado por el patriotismo francés. Los profesores nos contaban sus aventuras y el que menos había matado a cien alemanes. Imaginarás que yo siempre pensaba cómo quedaban alemanes en el mundo después de tanta historia...

—Antes del destierro de su padre, en el gobierno de Leguía, él estuvo en prisión. ¿Qué imágenes conserva de esos años?

Me veo junto a mi hermano mayor, Rafael, tratando de visitar a mi padre que estaba en San Lorenzo. Íbamos todos los sábados. Emprendíamos el viaje con gente apresada, que iba toda decaída, y regresábamos con gente en libertad. Mi padre parecía el dueño de la isla, con una insolencia permanente ante la dictadura. Lamentablemente Rafael murió muy joven. Tenía treinta años y el cáncer no lo dejó vivir. Su muerte fue una tragedia, era mi gran amigo.

—¿Qué es lo que más ha extrañado de su hermano en estos años?

Las charlas que manteníamos. Rafael era un hombre muy comunicativo, de altas y bajas, pero muy culto.

—Su afición por la aviación es ampliamente conocida y es raro que no quisiera ser piloto.

Siempre quise serlo, pero mi padre estuvo detrás de mí, en contra de mis deseos. Decía que era muy peligroso, que mejor me olvidara. A pesar de todo nunca dejé de ser un aficionado, me fascina el espacio.

—¿Le hubiera gustado ir a la Luna?

No tanto. Viajar al espacio me parece demasiado arriesgado. Un viaje en el planeta, con mucho gusto, pero el espacio demanda muchos riesgos.

—¿Y no es un hombre de riesgos?

Bueno, de alguna manera lo fui. ‘El manguerazo’, la fuga de San Lorenzo, mi enfrentamiento con los dictadores... sí, pues, decían que era un arriesgado, un loco, un demagogo. De mí se ha dicho de todo.

—¿Para una persona que tiene un matrimonio previo y con hijos es riesgoso casarse por segunda vez?

No si está seguro. Ya estaba divorciado cuando me enamoré de Viola. Mi ex mujer y yo tuvimos caminos absolutamente distintos y cuando una relación termina, lo mejor es poner el punto final y voltear la página. No hay otra manera. Hoy tengo una esposa que es un roble más fuerte que yo y tres hijos muy unidos.

—Además, por lo que se comenta, adoran a su esposa Violeta.

La quieren mucho y eso fue siempre importante. Viola y yo éramos amigos lejanos, pero la conocí más en el partido. Era una militante aguerrida. Imagine que una vez después de un mitin regresó a casa sin zapatos. Increíble. El contacto y la misma identidad política nos unieron. Me enamoré de ella por su vigor, por su coraje, porque es una mujer que no se detiene.

—¿Le ordenó la vida?

Bueno, mi vida no era desordenada. En todo caso me ayudó siempre, en todo momento, en la soledad, en el dolor. Si yo decidía hacer algo sumamente arriesgado, sabía que ella me alentaba. Vivo orgulloso de haberla conocido y de tenerla conmigo. Y vivo feliz de mis tres hijos y mis nietos que suman siete. Ya voy para bisabuelo, mi nieta espera su primer hijo y estoy feliz, esperando la llegada. Me agrada estar en familia, almorzar comida criolla, que tanto disfruto. Para mí no hay nada como el cebiche.

—¿Y le gusta cocinar?

A veces cocino, pero cosas muy sencillas. Generalmente hago preparaditos por las noches. Me encanta estar con Viola en un ambiente íntimo y cuando nos preparamos las cosas, recuerdo mi destierro. Ella se encargaba de todo. No sé cómo hacía...

—¿Fue difícil acostumbrarse?

No, soy partidario de que cuando una situación cambia, sólo queda aceptarla. Después del golpe de Estado comencé a trabajar en la Universidad de Harvard y empezaron a abrirse más puertas. Yo era un desterrado y me asumía como tal. Felizmente tuve a Viola conmigo.

—Usted estaba en Washington cuando murió su madre en 1970...

Y ése fue el verdadero golpe. Dos años después se fue mi padre.

—¿Su padre murió de amor?

Creo que sí. Se deprimió totalmente, perdió un poco la razón.

—Fatalmente, en ambas oportunidades no pudo despedirse.

No y eso fue muy doloroso. Ahora, sobreviviendo a esas ausencias, recuerdo a mi madre como una mujer entera, fuerte. A mi padre como un hombre de sangre ligera, bromista, amoroso y a la vez enérgico. Ellos me enseñaron a creer.

—Usted ha estado ocho años en el gobierno. ¿No extraña Palacio?

No, hay mucho problema. Debo confesar que aquí estoy más contento que en Palacio, pero sí añoro los recorridos por el país, el contacto con la gente. Extraño la obra pública, construir... Fue un gran dolor no atender a todos, pero ahora sería peor porque ‘estamos hasta el perno’.

—¿Cómo pasará a la historia?

Como un hombre honesto. Con lo que llegué a Palacio me fui.

—¿Existe algo de lo que usted se enorgullezca más que de haber sido dos veces presidente del país?

Ser peruano para mí es sumamente honroso. Vivo fascinado con mi país y no cambio el Perú por nada, aunque parezca pretencioso.

—¿Le duele lo que vivimos hoy?

Constantemente.

—¿Ve la luz al final del túnel?

La situación es muy difícil, pero espero que esa luz aparezca. Han existido errores e infracciones constitucionales muy graves.

—¿Qué piensa de Fujimori?

Es un hombre trabajador, profesor universitario...

—¿Y de Montesinos?

Es un caso raro. Yo nunca hubiera tenido un asesor así.

La última inquietud. Hace unos días usted dijo que no temía la muerte. ¿En algún momento de su vida presidencial existió ese miedo?

Nunca. Ni siquiera cuando entraron a Palacio en el golpe de Estado. Jamás me he considerado un enemigo del pueblo y quizá por eso nunca temí. Reconozco que a la enfermedad y al dolor sí les temo; felizmente creo en la vida eterna y ésa es la salvación de los viejos. Estoy seguro, por ejemplo, de que veré a mis padres.

—Y entonces le dirán cuán orgullosos estuvieron de usted.

No, entonces les diré cuán orgulloso viví de haberlos tenido como padres.


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