Javier Jubera García

Ilustración de Javier Jubera García.

En un contexto en el que abunda el encubrimiento, la trampa y la mentira campea por doquier, mostrarnos sinceros es una tarea de primer orden de nuestro carácter y una garantía para la permanencia en el trato con las personas. Si nos comportamos de esa manera, si hay franqueza en nuestro decir y autenticidad en nuestro actuar, en mucho ayudaremos a destronar el imperio de la hipocresía y la artificialidad que nos ronda como una atmósfera asfixiante.

La sinceridad empieza por no perder nuestra espontaneidad; en asumir tranquilamente, con naturalidad, un pasado, un origen, unas marcas de identidad que se traducen en un modo de hablar o de pensar. Si nos libramos del esclavismo del “qué dirán”, si no falsificamos nuestra esencia por la apariencia y la vanagloria, seguramente seremos más felices y haremos más plenos a otros. Si somos espontáneos en la manifestación de nuestros afectos, si menos elucubramos la expresión de nuestros sentimientos, tendremos un mejor escenario para hallar el amor, mantener una amistad o consolidar los lazos de confianza entre familiares o  con colegas de trabajo. Cuando los demás perciben nuestra sinceridad abren una vía para la lealtad y lo fraterno, para el abrazo abierto y la mano sincera.

Al actuar de otra manera, al construirnos una personalidad artificial; al elaborar sofisticados montajes sobre lo que no somos, o aparentar lo que no tenemos, terminamos desfigurando nuestro ser, lo vamos diluyendo en una gelatinosa figura tan poco confiable como carente de certidumbres. La falta de sinceridad nos va llevando al autoengaño, a volvernos solapados y a tener lo postizo como moneda de trato cotidiano. Lo engañoso y disfrazado, la mascarada,  termina por imponérsenos como el propio rostro. Olvidamos la gran lección de Rubén Darío, el poeta nicaragüense, quien nos había dicho que “ser sinceros es ser potentes” y que “de desnuda que está, brilla la estrella”.

Por supuesto, la sinceridad y la verdad van de la mano. Es muy difícil ser sinceros cuando detrás de nosotros no tenemos sino la sombra de la mentira. Pero no es únicamente la veracidad la que avala el ser sinceros, también están la honradez y la rectitud. Esas otras virtudes, o esos otros valores, son los que respaldan un actuar leal y abierto, franco y cordial. Porque no hay nada de qué avergonzarse, porque se tiene la conciencia limpia, se puede ser sincero y manifestarse sin hipocresía alguna. Aquí es oportuno decir que la sinceridad impone un cuidado sobre el itinerario de nuestra historia personal, una vigilancia sobre nuestra vida privada y, especialmente, sobre nuestra vida pública. Si ese recorrido vital es íntegro, si hemos logrado, como dicen los filósofos, llevar una “vida buena”, podremos obtener el derecho a ser sinceros, tendremos la autoridad moral para manifestarnos sin eufemismos y con verdad.

De otra parte, la sinceridad nos impone una valentía o una fuerza interior capaz de sobrepasar los miedos o las angustias de expresar lo que pensamos o sentimos. No es aconsejable callarse lo que a todas luces fractura nuestra alma o nos apesadumbra el espíritu. Por eso, para ser sinceros se necesita vigor en el corazón, decisión y coraje en la voluntad para no “atragantarse” o soportar con hondo rencor lo que nos ofende, humilla o mortifica. Declarar, decir, confesar, descargar con sinceridad la culpa o la afrenta que nos quita el sueño o descompone nuestras vísceras es una forma de “mayoría de edad” de nuestras emociones. Lo peor es –por cobardía o pusilanimidad– hacer como si nada, dejar que las cosas sigan su “curso normal”, fustigar la fiera herida del resentimiento. Si hay coraje íntimo, la sinceridad apacigua los odios y el resquemor que lleva a la desconfianza.

Es probable que al actuar con sinceridad se nos diga que somos ingenuos o que nos falta suspicacia para adivinar el maquiavelismo del prójimo. O que nos tilden de cándidos por no prever los efectos nefastos de los marrulleros y taimados. O que nos censuren por querer agrandar los problemas y sacar a la luz lo que debería permanecer encubierto. Todo eso es posible. Pero aun así, a pesar de tales críticas, la sinceridad nos debe permitir ser genuinos, mantenernos sencillos, abrir con claridad las ventanas de lo que somos. Mejor ser y proceder de esa manera, que deambular como fingidores o farsantes en el teatro brumoso de la falsedad.