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Cuando entré a la universidad, lo hice pensando en estudiar literatura. Mi deseo era escribir, crear mundos fascinantes como los que había encontrado en autores tan disímiles como Asimov (hasta ahora recuerdo alucinado su saga sobre Fundación), Sábato (¿cómo olvidar la intensidad que me transmitió Sobre héroes y tumbas?), Bryce Echenique (mis amigos y yo vivimos enamorados de Octavia de Cádiz mucho tiempo), Hesse (recuerdo sobre todo un libro no tan conocido, Rosshalde) o Kundera (puro existencialismo, ahora lo reconozco). Sin embargo, terminé estudiando filosofía. El motivo es simple. Encontré en los cursos de filosofía lo que antes había hallado, bajo el ropaje de la narrativa, en la literatura: cuestiones relativas al sentido de la (propia) existencia. ¡Era esto lo que me atraía, lo que me alimentaba! No lo dudé, después de mi segundo curso de filosofía estaba decidido.

Y fue justamente en ese segundo curso donde me enteré de algo que tal vez sea muy simple, pero que generó en mí ese profundo asombro que nos embarga cuando nos enfrentamos a una cuestión que para nosotros (siempre singularmente) es significativa. Recuerdo que el profesor exponía por esas semanas sobre el idealismo en la filosofía moderna. Habíamos hablado de grandes pensadores como Descartes, Locke y Berkeley, cuando de pronto soltó la pregunta que me remeció: ¿los colores existen? Yo pensaba interna y ansiosamente que sí, mi corazón latía rápidamente, como lo hace hasta ahora cuando deseo intervenir en público; sin embargo intuía que si el profesor había planteado esa cuestión era porque la respuesta no podía ser tan evidente. Algo sucedía en relación a la existencia de los colores que yo no sabía. Callé y esperé el desenlace, mientras varios de mis compañeros se enfrascaban en una acalorada discusión.

 

¿Por qué traigo ahora este aparentemente insignificante pasaje de mi vida, de mi aprendizaje filosófico? Hace algunas semanas una amiga me preguntó qué podría decir yo, como filósofo, acerca del color rojo. Mi primera reacción ante la pregunta fue esbozar una sonrisa y responder “eh, mmm… creo que nada”.  Si me hubiese preguntado qué podía decir yo como individuo concreto, sin tener encima el peso de la categoría “filósofo”, tal vez hubiera podido decir mucho sobre el rojo, para empezar y por ejemplo, que siempre ha sido mi color preferido, que he tenido más de un par de zapatillas rojas, que el sillón de mi cuarto es rojo, que es un color que me despierta…

¿Existe acaso alguna diferencia entre mi yo filosófico y mi yo biográfico (por ponerle un nombre)? Mi primera respuesta ante la pregunta de mi amiga parece insinuar que sí. Hay cosas que yo, como filósofo, puedo decir. Hay temas de los que me puedo ocupar, hay otros que sencillamente se me escapan. Sin embargo, ¿no sería más interesante, auténtico inclusive, que lo que yo diga filosóficamente lo haga desde lo que soy biográficamente, desde mi ser singular? ¿No serían así mis pensamientos íntimos y necesarios? ¿No evitaría de esa manera la abstracción y artificialidad que muchas veces parecen apoderarse del discurso de los filósofos? Pienso, con Nietzsche, que entre pensamiento y vida no hay diferencia: pienso tal y tal cosa porque soy de tal y tal manera. Lean Ecce Homo.

Por aquellos días en que me preguntaron qué podría decir sobre el color rojo, me animé a escribir un pequeño texto. Y lo hice ocultándome bajo la máscara del filósofo… pero lo hice sabiendo que la naturaleza seductora propia de la máscara es reenviar a quien nos mira más allá de la superficie que observa: hacia adentro, hacia la piel, hacia nuestra más profunda intimidad, otorgándole así la secreta esperanza de que en algún momento tal vez llegué a saber quién está detrás de la máscara. ¿No es esa acaso la única pregunta legítima que podemos hacernos frente  a un enmascarado?

 Aquí el texto, la máscara:

“El rojo no existe. Y de lo que no existe no podemos decir nada. Los filósofos, desde que aparecieron sobre la faz de la tierra en la antigua Grecia, siempre han estado afanados en alcanzar una comprensión objetiva de la realidad. Para ello, muchas veces se han ocultado detrás de la imagen del científico, se han confundido con este, pues el hombre de ciencia supuestamente posee la capacidad y los instrumentos propicios para alcanzar semejante mirada objetiva, neutral, irrefutable, acerca del mundo. ¿Y qué nos dice la ciencia acerca del rojo, acerca de los colores? Simple y llanamente, sin pudor ni nostalgia, que no existen. Las cosas, los animales y las plantas, los mismos seres humanos, el mundo en su inmensa generalidad, no tienen color. Estos surgen en nuestro cerebro a partir de las sensaciones que envía el ojo al percibir los rayos de luz en distintas frecuencias. Los colores, entonces, son algo que aparece (solo un fenómeno) en el cerebro del ser humano y de los animales (aunque no todos los animales ven a colores)”

…aquí la abertura, la rendija, la seducción…

“¡Qué triste realidad! ¡Qué grises son las verdades! Aunque los filósofos, como los científicos, perseguimos el saber para dejar atrás las sombras de la ignorancia, muchas veces creo –lo confieso abiertamente– que cierta inocencia es mucho más bella y profunda que el conocimiento objetivo. A pesar de los filósofos, a pesar de mi mismo, el rojo existe desde el momento en que nuestra sangre, líquido vital de nuestro cuerpo, está teñida por él”.

Una bella pieza musical para un bello film: