El Canto del Loco: cuando la clase media se travestía de macarra por diversión

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El Canto del Loco: cuando la clase media se travestía de macarra por diversión

La discografía de El Canto del Loco abarca una década: su debut, ‘El Canto del Loco’, es de 2000 y su quinto y último álbum, ‘Personas’, de 2008. Esa casualidad los convierte en un símbolo de una época cultural muy concreta, con internet pero sin redes sociales, con discos superventas pero con piratería y, sobre todo, con un público que tenía mucho dinero. La España de El Canto del Loco es la España del chalet con piscina. La España en la que el ascensor social no solo existía sino que iba a toda velocidad y en una sola dirección: hacia arriba. Esta movilidad de clase estaba personificada en el líder de la banda, Dani Martín, ejemplo vivo de cómo en los 2000 la clase media tenía el lujo de travestirse de macarra por diversión.

El verano antes de su debut musical, Dani Martín apareció en ‘Al salir de clase’ interpretando a un miembro de “La banda del bate”. Desde luego tenía el aspecto, la postura y la voz de un macarra. Cuando salió el grupo se decía que en realidad era pijo, que era un intruso que se hacía pasar por malote, que su pose como líder de El Canto del Loco no era más que una interpretación como la que había hecho en ‘Al salir de clase’. No era verdad. Dani Martín no era ningún pijo, sino algo con muchas más posibilidades: era un chaval de clase media bienestante.

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Martín creció en Alalpardo, un municipio madrileño a 50 kilómetros del centro de la ciudad compuesto mayoritariamente por chalets. Sus padres vivían en uno, en una urbanización de protección oficial. Alalpardo tenía 2000 habitantes y era el 20º municipio con mayor renta per capita de los 179 que conforman la Comunidad de Madrid. Es una especie de extensión residencial de Valdeolmos, lo cual la convierte en una localidad que no tiene tradición de pueblo pero tampoco ha desarrollado una cultura poligonera de extrarradio como otros municipios madrileños con una población cien veces mayor (Móstoles, Alcorcón, Leganés). Es decir, es una localidad sin identidad definida. Eso quiere decir que los que se crían allí pueden elegir presentarse ante el mundo como pijos o presentarse como macarras.

Dani Martín eligió la segunda opción. Y si lo tachaban de pijo encubierto era porque su pose se notaba impostada. A diferencia de los Estopa, Martín no venía del barrio. Tampoco tenía influencias musicales alternativas. Su primera exhibición artística fue a los 9 años, haciendo un playback de Hombres G en el colegio con una guitarra de madera. A los 10 se pasaba las tardes dibujando las portadas de sus futuros discos. Su aparición en varios programas y series de televisión sugería que había sido un “niño artista” de esos que van a castings infantiles. Pero también había sido repartidor de pizzas durante su adolescencia. “Mira, El Canto del Loco te puede gustar o no, pero no somos un producto. Hemos sido de mucho currar. Nadie nos ha regalado nada” insistía Martín en El País en 2008.

La gente criada en Valdeolmos podía elegir presentarse ante el mundo como pija o presentarse como macarra. Dani Martín escogió lo segundo

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Martín se travestía de macarra con artefactos como una ceja partida (no en una pelea, sino con una maquinilla de afeitar), una cresta (David Beckham también la llevaba) o un tatuaje en el brazo que decía “Niñato”. Su dicción al cantar, completamente forzada, también invocaba un barrio en el que él no había crecido. Su postura habitual era con la barbilla elevada con gesto desafiante. Y por supuesto nunca sonreía. Aunque se echaba gomina, fruncía el ceño y se levantaba los cuellos de la chupa (vaquera, claro), se mostraba incómodo con su, por otro lado indiscutible, condición de sex symbol generacional: según la masculinidad imperante en la época, querer gustar se consideraba una debilidad. Por eso él se empeñaba en parecer desganado.

En su canción ‘Besos’ evidenciaba esta tensión: en las estrofas se reía de un metrosexual (“¿Por qué te echas mil cremas por el cuerpo si no se te ven?”) mientras que en el estribillo exultaba un sentimentalismo tradicional (“Eso es lo que quiero, besos, todas las mañanas me despierten besos”). En el videoclip de ‘Eres un canalla’ resolvía sus diferencias con otro chaval echando un partido de fútbol sala. La cancha estaba rodeada de chalets. Dani Martín, por tanto, nunca tuvo ninguna credibilidad como macarra. Pero eso al público nunca le importó: se notaba cuánto se esforzaba en parecerlo, como tantos chicos de su época. Para la clase media de los 2000 disfrazarse de pijo o disfrazarse de macarra eran fetiches de quita y pon. Y eso convertía a Dani Martín en un chaval representativo de su generación con el que el público podía identificarse.

Para la clase media de los 2000 disfrazarse de pijo o disfrazarse de macarra eran fetiches de quita y pon. Y eso convertía a Dani Martín en un chaval representativo de su generación

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En España hay cierto complejo cultural con la teatralidad. Las estrellas del pop españolas, a diferencia de las anglosajonas, siempre parecen personas normales. El Canto del Loco pertenecía a una corriente musical dominada por la clase media: chavales con nociones musicales gracias a sus clases de solfeo en el conservatorio que vestían con la misma ropa que sus fans. La imagen de marca de artistas como La Oreja de Van Gogh, Álex Ubago o Rosana era la sencillez. Cuando uno nace pijo o pobre tiene dos opciones: continuar su estirpe o rebelarse contra ella. Pero cuando uno nace en plena clase media como Dani Martín no tiene nada contra lo que rebelarse y, de hecho, puede elegir su tribu cultural e incluso oscilar entre una y otra. Por eso El Canto del Loco conectó con la España más apacible que ha habido: a los adolescentes de los 2000 les gustaba escuchar canciones con letras genéricas porque su vida era genérica. El rock, para entonces, ya no era una cuestión ideológica sino cosmética. De ahí el éxito de Avril Lavigne, Simple Plan o Evanescence. Y lo más transgresor que un adolescente podía hacer en aquella época era ponerse un nick de Messenger alternando mayúsculas y minúsculas.

Al nacer entre los 70 y los 80, tanto los integrantes de El Canto del Loco como sus oyentes solo habían conocido la España de la prosperidad. Las hipotecas a cincuenta años, la segunda residencia en la playa, los fines de semana en Londres, los dos coches por familia. Si en los 80 La Movida ejerció un rol similar a la contracultura estadounidense de los 60 (había que romper con un pasado opresivo, cursi y autoritario), los 2000 españoles serían el equivalente a la apoteosis económica de los 80 de Reagan: una etapa de crecimiento económico sin precedentes. Todo el mundo tenía dinero. Nadie tenía motivos para quejarse. No había nada contra lo que enfrentarse.

Los 2000 españoles serían el equivalente a la apoteosis económica de los 80 de Reagan: una etapa de crecimiento económico sin precedentes

Las canciones de El Canto el Loco encajaban en este estado de ánimo. Sus letras, al igual que las de La Oreja de Van Gogh o Ubago, no tenían dobles sentidos, ni ironías, ni metáforas. Hacían música literal para una sociedad literal. Si los artistas de los 80 tenían influencias más poéticas que sus oyentes (Baudelaire, Poe, Bécquer), en parte porque la mayoría venían de buenas familias, los de los 2000 habían crecido escuchando a esos grupos (el nombre de El Canto del Loco venía de una canción de Radio Futura) y habían absorbido su sonido pop-rock pero no su riqueza lírica. Los chicos de El Canto del Loco solo tenían el mismo aspecto que sus fans, también tenían las mismas inquietudes.

Su música venía de las salas de ensayo. El guitarrista y Dani Martín eran primos. Y podían ser tus primos. Su marca era la de “una banda de instituto que ha llegado lejos” y se vestían como tal: vaqueros desteñidos, gorros de lana y camisetas de manga larga con camisetas de manga corta encima. En vez de botas de motero llevaban botas Timberland. Si un videoclip se rodaba en invierno salían con abrigos de ante y jerséis de punto. Si era verano, collares de surfero (otra estética que en los 2000 se podía fetichizar sin haber pisado nunca una tabla de surf). No parecían estrellas del rock en absoluto. Hasta el nombre de su líder, Daniel Martín García, estaba en las antípodas de una rockstar. Pero precisamente esa normalidad fue una de las claves de su éxito. Los 2000 fue la última década en la que, tras la subversión cultural de los 80 y el grunge antisistema de los 90, ser normal era lo mainstream.

La crítica los despreció como un grupo de rock para niñas o, más concretamente, un grupo de rock para niñas pijas. Y es cierto que El Canto del Loco manufacturaba, empaquetaba y despachaba un rock destilado para que sonase aceptable para el público mainstream. Ese que berreaba “Lega-legalización” de Ska-P o ‘La fiesta pagana’ de Mago de Oz para luego coger el búho a su chalet de extrarradio. El público generalista de clase media y clase alta adoptaba códigos del barrio: empezaron a tatuarse, jugaban a robar coches en el Grand Theft Auto y escuchaban hip hop. Y El Canto del Loco ofrecía una versión inofensiva y sin consecuencias del macarrismo.

El Canto del Loco ofreció una versión inofensiva y sin consecuencias del macarrismo

Cuando se declaraban ‘A contracorriente’, no estaba claro en contra de qué corriente estaban. De hecho pocos grupos nadaban más a favor de la corriente que ellos. Se trataba de una rebeldía genérica, abstracta e intercambiable. Sus letras no eran concretas, de manera que cualquiera podía identificarse con ellas: “Solo necesito que alguien crea en mí” (un sentimiento adolescente de manual), “Eres un cobarde que me ha robado lo mío” (evoca ‘Devuélveme a mi chica’, pero sin entrar en detalles de qué es “lo mío”), “Sentir que nadie me escucha / Escondo mis palabras y vuelvo a la ducha”. Cuando no resultaban directamente inconexas aunque sonasen fenomenal: “Son sueños que son de verdad / Me gustaría que fuera real”.

No es que tuvieran influencias, es que cada canción sonaba a alguna que ya existía. ‘Llueve en mí’ o ‘Son sueños’ parecían de Los Secretos, ‘Eres un canalla’ sonaba a ratos a Seguridad Social y a ratos a Gabinete Caligari y el solo de guitarra parecía el de ‘Sin documentos’ de Los Rodríguez. Tenían varias canciones sobre estar harto de la gente y cantarle las cuarenta a un examigo o una exnovia (“Eres un examen de retrasado mental”, cantaba en ‘No quiero nada’) y todas parecían versiones inconfesas de ‘Corazón de tiza’ de Radio Futura, pero ninguna concretaba qué había hecho el/la canalla en cuestión. En la intro hablada de ‘La madre de José’, Dani Martín directamente suena igual que David Muñoz de Estopa. Los coros también suenan como si los cantase su hermano José. En el videoclip, Dani caía en la seducción de la susodicha madre (interpretada por un cruce entre la señora Robinson y Olvido Hormigos), que lo embaucaba para subir a la segunda planta del chalet. Pero él no era un chaval de barrio que se tiraba a una pija. Él venía de un chalet igual al final de la calle. Y todas esas canciones sonaban un poco a Green Day.

En sus conciertos versionaban a Antonio Vega, Guns ‘n’ Roses u Hombres G. El Canto del Loco reivindicaba a estos últimos, con quienes llegaron a hacer una gira conjunta en 2006, años antes de que una parte de la comunidad indie los elevase a la categoría de iconos de la modernidad. Precisamente la imagen pública de El Canto del Loco era similar a la de los Hombres G: una pandilla de niños bien que se hacían los canallas para triunfar como fenómeno fan entre las niñas.

Pero El Canto del Loco tenían mucho público más allá de las adolescentes pijas. El Canto del Loco le gustaba a muchísima gente distinta. “Éramos un grupo de albañiles, de pijos y pijas, de señoras de la limpieza, de todo. Cuando haces tres noches es Las Ventas tiene que ser algo muy para todo el mundo”, defendía Martín en 20 Minutos. Y que todas sus canciones se pareciesen a otras canciones de los 80 no las hacía peores. Todas eran buenos y efectivos temas de pop guitarrero. Pero el cantante despertaba antipatía por haber triunfado con ese rollo de malote vestido de El Corte Inglés, especialmente entre los círculos indies masculinos: no hace tanto tiempo, David Broncano y Queué insistían en el cliché de que El Canto del Loco eran unos pijos, Ignatius Farray le deseaba la muerte a Martín o Nacho Canut vaticinaba que “en tres años nadie se acordará de El Canto del Loco”. La banda jamás recibió el beneplácito de la élite musical y Dani Martín no tenía claro si lo deseaba o no.

Él mismo era consciente de este prejuicio. Cuando fue a un programa de Radio 3 para pinchar las canciones de su vida (Soundgarden, Piratas, Los Ronaldos) confesó que miraba al técnico y le imaginaba pensando “Joder, este tío escucha esto y luego vaya mierda de música que hace”. En 2008, mientras presentaba ‘Personas’, lamentaba que mucha gente no fuera a escucharlo porque existía una barrera de prejuicios contra el grupo. Y añadía: “Yo, seguramente, también la tendría”. En aquella época la autenticidad y la calidad todavía parecían incompatibles con la comercialidad.

El Canto del Loco despertaba inquina entre los melómanos porque no escondían sus aspiraciones comerciales. No intentaban ganarse el beneplácito de la élite. Desde que empezaron a ensayar en la oficina del negocio del padre de Martín a finales de los 90, convocaban a sus compañeros de clase para que votasen con sus canciones favoritas y al acabar recogían los papelitos y seleccionaban las más populares para los conciertos. El Canto del Loco siempre quiso gustar. Los críticos veían en la vocación mainstream de El Canto del Loco una falta de autenticidad y una estrategia de márketing, pero con los años se ha revelado la verdadera naturaleza de esa identidad: los Millennials son la primera generación que se siente perfectamente cómoda adoptando signos de clases sociales a las que no pertenecen. De ahí que hoy Bad Gyal, hija de un artista e intelectual burgués, pueda travestirse de barrio sin que nadie lo cuestione.

Los Millennials son la primera generación que se siente perfectamente cómoda adoptando signos de clases sociales a las que no pertenecen

La identidad de Dani Martín era líquida. No era un pijo, pero sí era un niño bien que se disfrazaba de macarra: “El chaval es buena gente” escribía Fernando Neira en El País en 2009: “Charla con los tenderos, cede el asiento en el autobús y participa en las campañas contra la violencia de género. Dani debe de ser un aliado potable para compartir birritas y una de patatas con alioli”.

El mayor éxito de El Canto del Loco llegó en 2005 con ‘Zapatillas’. No es casualidad. Es, junto con ‘La madre de José’, una de sus letras más originales y narrativas (aunque tenían relatos escondidos en sus discos tan interesantes como ‘El agricultor’, una sátira sobre los nuevos ricos) y sobre todo es una declaración de intenciones. Es un trallazo pop con guitarras punk que critica el esnobismo de las discotecas de pijos donde solo te dejan entrar con zapatos. Una costumbre habitual en los 90 que en realidad, para 2005, ya no ocurría en casi ninguna discoteca. Por eso ‘Zapatillas’ funciona. Porque propone un mensaje de rebelión costumbrista con el que se puede identificar todo el mundo. Hasta los pijos, que en 2005 ya se habían apropiado de las Converse. Por supuesto, a Dani Martín hacía años que ningún portero le impedía la entrada a ninguna discoteca pero él supo conectar con un orgullo de clase obrera, con una reivindicación del barrio que él no conocía, pero que ya tenía dominada de tanto adoptarla para su personaje artístico.

Zapatillas vendió 400.000 copias cuando la piratería ya estaba causando estragos. En el quinto y último disco de la banda, ‘Personas’, Martín había cubierto su tatuaje de “Niñato” con una flecha que recorría su antebrazo. Acababa de sufrir una crisis de identidad al cumplir los 30 años y necesitaba avanzar en alguna dirección. En 2008 presumía en El Mundo de que su gira llevaba “el sonido más grande que se ha utilizado nunca en España, una pantalla de leds trasera de 20 metros y una pasarela que llega hasta el medio del estadio”, pero sentía la necesidad de subrayar que seguía siendo una persona normal: “No es lo mismo ser famoso que querer serlo. Yo me llevo mi maleta, yo conduzco mi coche, yo me hago la compra”. A los 33 años, Martín entrenó varios meses para ponerse en forma y corrió la maratón de Nueva York.

El Canto del Loco desapareció justo cuando llegaba la crisis económica, una casualidad que cierra un círculo perfecto en su trayectoria: esa música para todos los gustos, esa mentira de la movilidad social y ese apoliticismo no iban a tener cabida en la sociedad post-crisis. Martín insistía en que su banda no tenía ideología, que solo eran “loquistas” y del Partido del Amor. Y lo cierto es que, a día de hoy, sigue costando adivinar en qué dirección vota (en alguna ocasión ha contado que su familia es de izquierdas). Pero esa postura al margen de la política, sencillamente, no habría sido sostenible después de 2008.

El grupo ha tenido un devenir paralelo al de sus oyentes. Primero descubrieron que el capitalismo es una mierda (su manager pasó cuatro años en la cárcel por robarles 220.000 euros y al salir publicó un libro en el que señalaba a Patricia Conde, con quien Martín mantuvo una relación, como “la Yoko Ono de El Canto del Loco”) y luego han acudido a terapia para gestionar su ansiedad. Tanto Martín como su primo, David Otero, han hablado con naturalidad sobre salud mental. En su carrera en solitario, Martín ha cantado canciones sobre la dificultad de gustarse a sí mismo y sobre la personalidad pública que adoptó en sus inicios por miedo a ser ridiculizado. “Me disfracé de uno que no era yo”, cantaba en ’16 añitos’.

“Mi amigo Nacho me decía el otro día: ¿Pero por qué sufres tanto? ¿Cuál es el motivo? Explícamelo». Y no lo sé, tío. Soy muy autoexigente, me pongo mucho encima y debería relajarme. Yo no me gusto mucho a mí mismo. Me doy bastante caña”, explicaba en Jot Down. En ‘Los valientes de la pandilla’ narraba su infancia por primera vez: “Ser el pequeño era difícil de aceptar / No tener fuerza, no saberla utilizar”. En 2010 confesaba en El País que en el colegio “No jugaba al fútbol tan bien como el resto”. “Y a la hora de pegarme tampoco he sabido hacerlo”, continuaba: “Por eso me llamaban el pequeño, coño. Porque era el pequeño”. Su primer single, ‘Pequeño’, entablaba un diálogo con el que había sido primer single de El Canto del Loco, ‘Pequeñita’, y sugería que cuando un tío trata con esa condescendencia a una chica suele ser porque está atestado de complejos. Como no le gustaba el fútbol, los fines de semana prefería ir al teatro con su madre. “Sí, era sensible y mantengo el orgullo de serlo», defendía. Los verdaderos valientes son los que no ocultan lo que son”.

Dani Martín ha regrabado diez canciones de El Canto del Loco, se supone que para darles un sonido más adulto con el que incorporarlas al repertorio de sus conciertos. Lleva varios años diciendo que le da cierto pudor cantar las más gamberras como ‘Zapatillas’ o ‘La madre de José’, pero a la vez sabe que el público quiere seguir escuchándolas. También lanzará una canción inédita de la banda y otra que homenajea aquellos años, curiosamente titulada ‘No, no vuelve’. Así que esto es lo más cerca que estaremos de ver de nuevo a El Canto del Loco. Este pseudoregreso, por tanto, no solo ejercerá un masaje nostálgico sino que estará en sincronía con la madurez de su público. Que Dani Martín se haya hecho mayor significa que tú y que yo nos hemos hecho mayores. Y sorprende por igual. Su amigo Carlos Tarque, cantante de M-Clan, se lo resumió a Martín un día mientras tomaban una cerveza: “¿En qué momento íbamos a pensar que Dani Martín iba a tener 40 años?”.

Juan Sanguino es autor de los libros ‘Cómo hemos cambiado‘ y ‘Generación Titanic‘, a la venta en la tienda de JENESAISPOP. Gastos de envío gratis a partir de 30 euros con el código YOAPOYOALAPRENSAMUSICAL

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