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Chicha Power: Redefiniendo lo huachafo en el Perú. Adriana Churampi Ramírez Ayer muy oronda te vi en la alameda Paseando del brazo con otro galán Para qué negarlo, me dio mucha pena Ver que te lucías con un haragán. Que estabas huachafa, para qué decirlo, Eras una tienda en realización Pero te creías la Venus de Milo Y te zarandeabas como un acordeón […] No puedo dudarlo que estuve borracho O en mi cuarto de hora, me dije, al pensar Que en tiempos pasados con tal mamarracho Por calles y plazas solía pasear. Las letras de este vals peruano, «Por la alameda» (1942), de Eduardo Márquez Talledo, nos proporcionan algunas claves del uso del vocablo huachafo en el contexto peruano. Vemos, por un lado el intenso despecho que motiva al personaje a echar mano del epíteto, pero también el posicionamiento de la huachafería como la antítesis de lo que el imaginario peruano entiende como lo estético clásico. La Venus de Milo, sería la aspiración, opuesta al mamarracho, que sería lo real. La dolorosa comprobación de la imposibilidad de la relación amorosa hace que de entre el repertorio de frases hirientes se elija una que evidencia la dimensión excluyente en la apreciación de la belleza. Si se busca una explicación al origen de la expresión, una de las versiones recomienda remitirse a 1890, a la zona de Barrios Altos en Lima donde sucede la historia. Una familia peruano-colombiana recién instalada, organizaba fiestas llenas de algarabía y escándalo, con el nada velado propósito de atraer potenciales pretendientes para las hijas casaderas. Estas damas llamaban guachafas a sus eventos, un término que se peruanizó como huachafa; así era como el vecindario lo usaba para sintetizar, tanto la expresión de su extrañeza ante la presencia de una familia colombo-peruana, como su descontento al ver que se rompían las reglas del apreciado recato. Es que cuando esa familia osaba saltarse las reglas del estricto corsé social, cometía una imperdonable falta contra el decoro y la decencia, conocidas aspiraciones burguesas de la clase media limeña. Mario Vargas Llosa, en su artículo «¿Un champancito, hermanito?» (1983), afirma que la huachafería sería la contribución peruana al mundo. Si bien los diccionarios lo definen como cursi, para el caso nacional el concepto es, en su opinión, mucho más amplio. Argumenta que si lo cursi es todo aquel atentado estético cometido al intentar imitar algo, lo huachafo constituye un modelo en sí mismo, un modelo peruano de ser. «Porque la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás». La huachafería sería patrimonio de la clase media ya que «un campesino no es jamás huachafo, a no ser que haya tenido una prolongada experiencia citadina». Agrega, sin embargo, que se puede considerar al indigenismo «explotación ornamental, literaria, política e histórica, como la versión serrana de la huachafería costeña». Sería además un fenómeno antirracional y sentimental: «la huachafería puede ser genial pero es rara vez inteligente; ella es intuitiva, verbosa, formalista, melódica, imaginativa, y, por encima de todo, sensiblera». La lista de ejemplos presentada en el artículo es amplísima y abarca desde las fiestas del Inti Raymi y del Señor de los Milagros, hasta el uso de brillantina y de los diminutivos: ¿un champancito, hermanito?, e incluso, superando la esfera peruana, abarca a los griegos, el catolicismo, la India y la Argentina, Rubens, todo el siglo XVIII, el Sacré Coeur y el Valle de los Caídos. A nivel literario, Vargas Llosa reconoce que en algunos escritores, como en Bryce Echenique y en él mismo, «pese a nuestros prejuicios y cobardías contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo que escribimos, como un incurable vicio secreto». El vocablo huachafo tiene también otra vertiente que explica su origen. Dice Lucio Pezet (1993) que provendría de la peruanización de la palabra inglesa Whitechapel. Este barrio londinense habitado por humildes obreros textiles en el siglo XVIII albergó también en su momento a los primeros nuevos ricos, quienes, en su afán de evidenciar su nuevo status, desplegaron un estilo de vestir y portar joyas que les valió el apelativo de chaps from whitechapel que devino en whitechapels. A comienzos del siglo XX el Perú entregó el monopolio de los ferrocarriles nacionales al Reino Unido en pago por una deuda contraída. La presencia de emigrantes ingleses se multiplicó en Lima y fueron ellos quienes empezaron a usar burlonamente este vocablo para designar a quienes pretendían imitar el estilo europeo sin conseguirlo. Así se instaló en la capital peruana el concepto whitechapels peruanizado primero como huaychafis hasta finalmente devenir en su forma actual, huachafos. A diferencia de la palabra que fue evolucionando desde sus orígenes, la esencia de su significado, sin embargo, se mantuvo sin mayores modificaciones a lo largo del tiempo: mal gusto, recargamiento pretencioso, desafortunada combinación de estilos o colores, aludiendo casi siempre a quienes de modo fallido intentaban mostrar finura, sofisticación o una clase que no poseían. Se valían para ello de una forzada manera de actuar o de hablar, del porte de cierta vestimenta, incluso, siguiendo a Vargas Llosa, múltiples quehaceres y actividades resultarían inherentemente huachafos, como la oratoria política, las telenovelas o el acto de llevar tallarines en una olla familiar a la playa los domingos. Se advierte, sin embargo, para el caso peruano, que las variadas descripciones coinciden con una obligada vinculación a la estratificación social. Porque ser lo que no se es, en el contexto de una nación que no ha conseguido sacudirse la sólida división de clases y su compleja e indirecta manera de distribuir a los habitantes en estamentos, no puede aludir más que a la osadía de pretender desempeñarse al interior de una clase a la cual no se pertenece. Fue precisamente mediante la estricta división de clases que la administración colonial pretendió imponer el orden en los nuevos territorios anexados. La complejidad de dicha estratificación se extendía incluso a la distribución urbana de las nuevas ciudades, donde cada estamento habitaba zonas geográficas específicas a fin de mantener la ficción de la división de razas. Los espacios, así distribuidos, garantizaban un ornato que le otorgó a Lima fama y prestigio colonial. Aunque compleja, esta distribución quedó firmemente anclada en el imaginario nacional, dotando al peruano de una habilidad de manejo del esquema de jerarquías y exclusiones que hasta hoy le permite desempeñarse considerando que cada cual tiene su sitio. Este sistema, el denominado choleo, es sin embargo sumamente complejo ya que permite ser choleado por otros al mismo tiempo que uno puede a su vez cholear, dependiendo de las circunstancias.1 Sea como fuere, el choleo constituye una manera infalible de perennizar la discriminación. Resguardar esa arcadia colonial de los estamentos, fue, como es de suponerse, desde sus inicios, una batalla perdida. El sincretismo cultural y el crisol de razas, evidente en ese país de todas las sangres, asomaron desde un comienzo; los testimonios menudean en la música, la literatura, la religión y otras prácticas culturales. Desde las Tradiciones Peruanas (1968) de Ricardo Palma, pasando por Lima la Horrible de Salazar Bondy (1964) hasta llegar al desborde popular de Matos Mar (2005), se ha dejado constancia de la complejidad que los 1 Esta «armonía de la fantasía colonial», aquella clasificación que distribuía el escenario mestizo entre blancos e indígenas, mantenida en el imaginario capitalino, hizo que la llegada de los migrantes fuera entendida como un fenómeno que pronto se adaptaría a estos parámetros. Este deseo se expresaba en la conocida afirmación que las oleadas serranas se acriollarían con el tiempo. Sin embargo eso no sucedió, se dio más bien lo que Guillermo Nugent denomina la imposibilidad de plebeyizar la migración interna: «El principal elemento jerarquizador de las interacciones cotidianas paradójicamente surgió del fracaso social del ideal de la fantasía colonial. Por lo general, las discriminaciones confirman un determinado sistema clasificatorio; no es para nada usual que la discriminación surja de la suerte de anomalía taxonómica que es el cholo. Ocurrió entonces que el todo social empezó a ser definido desde la excepción. Pero esta singularidad clasificatoria es la que obtuvo la primacía en la vida social cotidiana» (2012, pp. 66-67). movimientos poblacionales, locales y regionales, han aportado al panorama nacional. Nos concentraremos en la corriente migratoria de 1950, ya que será ella la que sentará las bases del desborde chicha del cual se ocupa este trabajo. Las décadas entre 1940 y 1980 del siglo XX constituyen una especie de punto de origen de la dinámica social futura. En este período se intensifican las grandes migraciones del campo a la ciudad, de la sierra a la costa. El agro entra en decadencia mientras que la industria y el comercio se expanden generando el éxodo del campo rumbo a la meta citadina. El aumento de la población limeña entre 1940 y 1980 de 645,000 a 4.608,000 habitantes refleja el impacto de la migración. Si en 1940 el 28.5% de los limeños eran migrantes, en 1961 constituían ya el 46.3% (Gölte y Adams, 1990, p. 38). Una vez que los contingentes provincianos empiezan a arribar a la capital, el Estado evidencia una notoria incapacidad de intervención y control, siendo rápidamente desbordado por el empuje, tanto emprendedor como creativo de estas oleadas populares, originándose lo que Matos Mar (2005) denomina el «desborde popular», concepto que definirá una nueva fase nacional. Desborde, efectivamente, ya que en 1984 el 80% de la población limeña vivía en asentamientos urbanos populares y más del 20% se concentraba en barrios residenciales de sectores medios y acomodados (p. 71). De ese 80% de población, considerada popular, un 37% radicaba en barriadas, 23% en urbanizaciones populares y un 20% en tugurios, callejones y corralones (ibíd.). Matos Mar concluye, pues, que la barriada, a nivel urbano, constituye el asentamiento mayoritario de los sectores populares (ibíd). Las barriadas se perfilan como el nuevo rostro de la ciudad. La presencia provinciana en Lima, intencionalmente desapercibida en su magnitud y fracasado el intento de ignorarla, dio paso, con el transcurso del tiempo, a un empuje que se fue evidenciando de diversas maneras. En la década de los setenta, ya superado el exotismo de los primeros sonidos andinos presentes en plena capital, el terreno musical destaca como escenario de una intensa pugna entre los ritmos limeños ya establecidos y las preferencias musicales de la creciente masa provinciana. La cumbia, entonces de moda entre el público criollo,2 fue transformada por los provincianos hasta conseguir una mezcla entre la cumbia y los andinos huaynos y pasacalles, la denominada cumbia ahuaynada, que se bautizaría como chicha. Matos Mar la describe como un género nuevo que hibrida culturas: 2 Esta denominación abarca al público que define sus orígenes como limeños o costeños, tomando clara distancia de quienes viniendo del interior del país se denominan provincianos. Se presume que el provinciano generalmente viene de la sierra. la chicha, cumbia peruana o guaracha andina es el más importante y ha llegado a ser el segundo ritmo popular, después de la salsa […]. Es una fusión musical de la cumbia colombiana, la guaracha cubana y el huaino serrano, que tropicaliza la música andina y es ejecutada con instrumental electrónico (guitarra, batería y órgano). Es una creación urbana y actual de los barrios populosos y de las barriadas. (p. 85) Sin embargo el vocablo chicha no constituía un reconocimiento al valor de estos emergentes productos culturales. Observando el rechazo de los primeros intérpretes, provincianos de primera o segunda generación, a autodefinirse de esta manera, nos permite concluir que los migrantes percibían claramente la enorme carga despectiva resumida en semejante denominación. Pese a su éxito, sin embargo, la llamada «música chicha» fue vista con desdén por la cultura oficial y considerada un fenómeno marginal. La opinión general en los más poderosos medios de comunicación era que se trataba de una música de dudoso mérito, de escasa tecnología y de un carácter intuitivo. Pero su éxito con las masas de Lima era demasiado obvio. (Romero, 2004, p. 79) Los tradicionales prejuicios sociales que desde el comienzo se multiplicaron alrededor del proceso de integración de los provincianos a la gran Lima sólo se reforzaron cuando los conciertos en los improvisados chichódromos empezaron a devenir regularmente en sendas batallas campales. Quedó así establecido el nexo, desde una prejuiciada perspectiva capitalina, entre la chicha, la delincuencia, la agresión y el mal vivir en que se presumía que se desenvolvían los provincianos recién llegados. El fenómeno musical será una de las expresiones culturales más destacadas de los nuevos pobladores de la capital a la vez que un anuncio de la pujanza y persistencia con que avanzaban en la conquista de la gran Lima. La chicha invade en los años noventa estadios, coliseos, canchas deportivas, playas de estacionamiento y todo terreno que las asociaciones de provincianos alquilaban para reunir a las masas de danzantes andinos. Las letras de la chicha sintetizaban como ningún otro ritmo de entonces las peripecias del migrante en su proceso de aclimatación y se hallaban impregnadas de ese tono trágico con que el andino verbaliza su idea del inevitable destino o la nostalgia por sus dioses tutelares, que muchos intérpretes ―segunda generación de migrantes― solo conocían por las historias de sus padres. No es casual que la canción considerada como el himno chicha se titule «Soy Provinciano». El texto sintetiza de manera sencilla las vivencias de miles de provincianos llegados a la gran capital: «Busco un nuevo camino en esta ciudad, donde todo es dinero y hay maldad, con la ayuda de Dios sé que triunfaré y junto a ti mi amor feliz seré». Su intérprete Lorenzo Palacios Quispe (1950-1994), Chacalón, El Faraón de la Cumbia, mostrando la ascendencia andina de sus rasgos, ataviado con pantalones acampanados, camisas de colores intensos y diseños vistosos, portando voluminosos anillos, representaba al limeño emergente de esa época: un provinciano en camino a acriollarse. Significando esto su afán de imitar -a su manera- la moda occidental, al mismo tiempo que desplegaba esenciales elementos de su ascendencia andina (Churampi Ramírez, 2013, p. 278). Chacalón era la personificación de lo que el público no migrante consideraba huachafo. Esta primera fase consagra sobre todo a cantantes varones, más adelante llegará la fase de la tecnocumbia con su proliferación de intérpretes femeninas, cuya imagen construida desafiará nuevamente la visión tradicional que se tenía de los provincianos, esta vez de aquellos provenientes de la selva. Se agrega así un nuevo capítulo al concepto de lo huachafo provinciano, pero esta vez instalado ya en el corazón capitalino. La expresión usada para esta nueva forma musical con la cual se identificaba a los andinos, se integra a la cotidianeidad como vocablo o «metáfora»; así la llama Jorge Bruce al considerar que alude a una complejidad socioeconómica, histórica y racial que sintetiza la estratificación excluyente (2008, p. 89). Los peruanos aprenden desde muy temprano a clasificar a las personas siguiendo percepciones en las cuales lo provinciano o lo serrano no solo constituye un indicador regional, sino que alude a una categoría denigrada, desvalorizada, generadora de vergüenza, humillación y hasta culpa (ibíd.). Con esta carga a cuestas, lo chicha, sin embargo, continúa su expansión a otros terrenos, siendo frecuentemente usado por los detractores como sinónimo de incompetencia, mal gusto, falta de preparación, improvisación, informalidad y huachafería, todas supuestas características de los andinos y por extensión de sus productos culturales. Este avance de los inmigrantes, llegados desde diversas regiones del país, ha sido lento pero seguro y ha terminado transformando completamente el rostro limeño. Así lo sintetiza Dorian Espezúa en Perú Chicha: Estamos frente a la cultura popular de la mayoría de los peruanos. […] Se trata de una convivencia en la que se negocian olores, sabores, texturas, colores, sonidos en un espacio, donde todo se mezcla con todo rompiendo paradigmas, estereotipos y cánones establecidos por los prejuicios, las creencias o las ideologías culturales de sectores conservadores. […] casi toda Lima, casi todo el Perú se ha chicheficado. (2018, pp. 4647) Este «nuevo rostro cultural del Perú» efectivamente abarca diversas manifestaciones, que si bien empezaron perfilándose desde el área musical, se han extendido luego hasta abarcar la economía, la vestimenta o moda, la religiosidad, la gráfica o la arquitectura.3 En cuanto los recién llegados instalados a caballo entre su estilo andino y la moda capitalina, importante estrategia para integrarse a su nuevo ambiente, consiguen superar la fase inicial en que construían viviendas de esteras y cartones, proceden a edificar con material noble. Aprovechando la libertad que les brindaba la incapacidad del Estado para reglamentar este desborde popular erigieron construcciones híbridas donde cada piso homenajeaba a su estilo preferido o rememoraba la nostalgia por su mundo rural. Todo ello decorado con colores o diseños elegidos a su libre discreción, en abierto desconocimiento de cualquier disposición municipal. Nos detenemos en este aspecto cultural ya que resultaría impensable referirnos al tema de la arquitectura chicha en el Perú sin extender la mirada hacia la vecina Bolivia, donde los cholets (fusión de las palabras chalet y cholo) constituyen una manifestación cultural melliza que ha brindado, sin embargo, prestigio a su más conocido ejecutor, Freddy Mamani Silvestre. Su estilo, denominado arquitectura andina, es ampliamente solicitado por ser considerado un símbolo de estatus entre la nueva burguesía aymara que ha convertido a Mamani, un sencillo albañil sin formación en arquitectura, en el artífice del despliegue de un simbolismo arquitectónico de formas y colores otros que otorgan visibilidad al universo aspiracional de una ninguneada, pero evidentemente emergente burguesía aymara. Se dice que sus originales y coloridas edificaciones rinden homenaje a la herencia tiawanaquense. Son, sobre todo, la comprobación visual de una transformación, producida por la bonanza económica, que ha convertido a humildes comerciantes aymaras en pujantes millonarios, sin por ello alejarlos o hacer que renieguen de sus gustos tradicionales. Gustos que, de manera similar al caso peruano, son observados de manera despectiva por ciertas élites culturales partidarias de propuestas estéticas más occidentalizadas. 3 Dorian Espezúa agrega una categoría, la literatura chicha. Considera necesario aclarar que nos encontramos ante un fenómeno aún en desarrollo ya que «el día que se publique un texto chicha (“anti”, estéticamente válido desde el punto de vista literario), que sea leído por la mayoría de los peruanos que reconozcan en él su mundo y su vida materializada con palabras escritas por un escritor de mentalidad y sensibilidad chichas, estaremos frente a la aparición de un clásico de la literatura peruana contemporánea» (2018, pp. 180-181). Los autores que menciona abarcan distintas etapas del proceso evolutivo de lo chicha que incluye a las narrativas étnicas, el crecimiento de las urbes, la migración, el lenguaje que representa el discurso de migrantes, ambulantes, campesinos y los temas del desarraigo, entre otros. Lo interesante de este despliegue peruano y boliviano es la constatación de una emergente estética diferente en zonas donde la mayoría está constituida por colectivos de origen indígena. Estas mayorías parecen haber asumido la tarea no solo de progresar en contextos urbanos sino a la vez visibilizar sus aportes culturales, superando la marginación, postergación y devaluación con que fueron recibidos. Figura 1. Fotos de Paolo Benza. El avance de las manifestaciones chichas en el Perú enfrentó y superó una activa devaluación de sus propuestas. A medida que el término extendió su radio de acción, el peyorativo tener gustos chichas, equivalente a la huachafería vinculada a la condición provinciana, llegó a sintetizar la necesidad de establecer distancias, mediante el menosprecio, la marginación y el rechazo por todo aquello vinculado con los invasores/destructores de la capital colonial, a los cuales se les encaraba su procedencia andina transformándola en insulto. La formulación de este rechazo consistía en asimilar a la persona con algún elemento considerado típicamente andino, que por definición era negativo: en este caso, la chicha, que pasó a significar mucho más que una ancestral bebida nacional. Analizando la dinámica del crecimiento de este fenómeno, Jaime Bailón considera que el desborde popular constituye también el caldo de cultivo de un concepto esencial para rastrear las claves del desarrollo chichero: la idea de la multitud (2015, p. 273). La definición de una nación unificada, impuesta por el discurso dominante, fue severamente cuestionada por el avance de estas masas provincianas. Sus creativas dinámicas de sobrevivencia fueron construyendo un proyecto que, a la vez que evadía las formas de clasificación y organización impuestas, desarrolló formas alternativas y reivindicativas, propias de la subalternidad andina, que integraron a esta multitud otorgándole, a su vez, características peculiares. Bailón destaca la productividad de este grupo que se reinventa y recrea constantemente, adoptando múltiples formas y que, sin contar con líderes o representantes visibles, va construyendo una nueva forma de ser y de estar en la capital. Una de las poderosas armas de esta multitud sería la invasión, la lógica simple del número que actúa redefiniendo y reterritorializando los espacios. Los chichódromos constituyen hitos que van definiendo el avance de lo chicha en el corazón de la capital, al igual que las polladas y las cuyadas4 en las zonas periféricas, mientras que los carteles constituyen las señas visibles que van demarcando este avance (pp. 282-283). Los intentos de las autoridades por imponer el orden y el respeto por el ornato oficial son arrasados por el avance de la multitud haciendo que las autoridades terminen consintiendo su presencia. Otra arma de la multitud sería la hibridación, los mestizajes, las mezclas. De sus orígenes andinos los migrantes traen la experiencia del establecimiento de sólidas redes de comunicación vía el parentesco y las fiestas tradicionales, las cuales, después de ser recreadas en la capital, reciben el empuje de las entonces pioneras redes virtuales y el internet. La profusión de microempresas será el ejemplo de su efectividad, que culminará con el surgimiento del Wall Street provinciano en Lima: el barrio comercial Gamarra. Las prácticas que la multitud esgrime como bandera de lucha, rompen también con el monopolio establecido por el sistema tradicional: la piratería se encuentra en la base del pujante surgimiento de la música chicha. La piratería discográfica abarca la actividad de los productores chicha, la alianza con los vendedores ambulantes que sostuvieron el surgimiento de los artistas provincianos llevando adelante su promoción, el alquiler de espacios, las imprentas improvisadas y artesanales y los diseños de carteles con un estilo propio que constituirían la marca distintiva de la estética chicha (Bailón, 2015, pp. 282-283). Las características mencionadas por Bailón sobre la dinámica de la multitud provinciana ayudan a entender la expansión del fenómeno chicha; sin embargo, es importante también destacar la estratégicas elecciones realizadas por los mismos artistas al ampliar su universo creativo, así como las modificaciones experimentadas por los contenidos de sus productos. 4 En el contexto peruano una pollada se define como una actividad, característica de los sectores económicos medios o bajos, organizada para obtener fondos. A cambio de una contribución se recibe una tarjeta que permite asistir a disfrutar de un plato de pollo frito con papas y ensalada en un ambiente festivo popular. Cuyada alude a una actividad similar, solo que en vez del pollo se consume un plato de gala andino: el cuy. Tomaremos la gráfica como ejemplo a fin de describir estos procesos. Sin duda la manifestación más visible de la estética chicha es la gráfica, reconocible por el despliegue de colores intensos, casi fosforescentes, visibles, en una fase inicial, en los carteles colocados en las paredes de los asentamientos humanos anunciando los conciertos de los grupos musicales. Esta gráfica chicha comparte las adjudicadas características de desorden, caos y colores chillones que se exhiben saltándose las más elementales técnicas de diagramación tradicional. Elliot Tupac es el reconocido representante de este estilo multicolor, desbordante y chillón. Nacido como Elliot Urcuhuaranga, es el talentoso heredero de Fortunato Urcuhuaranga un migrante provinciano, pionero en la elaboración de carteles chicha. Los afiches de Elliot se convirtieron en la carta de identidad provinciana en todos los barrios donde menudearan. Entrevistado sobre la inspiración y el origen de sus colores, diseños o distribución de espacios Elliot Tupac menciona que lo único que ha hecho es poner en práctica un ejercicio de nostalgia, al recrear, en su nuevo ambiente urbano, los colores e imágenes de la vestimenta festiva de Huancayo, su lugar de origen situado en el Valle del Mantaro, en los Andes Centrales. Refuerza así la manera indirecta, pero eficaz, en que los valores y tradiciones andinas ―retomadas incidentalmente como elementos exóticos aunque siguieran excluidos de la definición cultural del discurso oficial― se han ido posicionando en el corazón de la metrópoli capitalina al haber llegado de la mano de los denominados invasores. Figura 2. Imagen izquierda: Polleras Peruanas Collection by Cristina Tudela. Pinterest. Imagen derecha: Elliot Tupac. 10 reflexiones -El Perú no es Lima. Octubre de 2012. Flickr. La evolución que ha protagonizado la gráfica chicha es sumamente interesante: ha conseguido avanzar desde su inicial presencia clandestina en las calles, sobre todo de barrios periféricos, donde anunciaban los eventos musicales, hasta incursionar en terrenos entonces aún vedados al colectivo provinciano: universidades, museos, cadenas comerciales, hasta conquistar finalmente, a fines del siglo XX, el reconocimiento y la popularidad internacional. La gráfica chicha ha integrado y redefinido en sus creaciones elementos simbólicos considerados de exclusiva pertenencia al mundo de la alta cultura, a la vez que ha conseguido ingresar por la puerta grande en instituciones representativas, como museos y universidades. El inglés, la música extranjera, las salas de exposiciones, la participación en eventos en universidades extranjeras, signos de identidad que tradicionalmente no solían ser nombrados en una misma oración al referirse al colectivo tratado, desde la perspectiva del imaginario nacional que dictaba cómo y dónde debía ubicarse lo provinciano, hoy constituyen terreno conocido para el arte chicha.5 Esta incursión marcha paralela con la adopción de un tono desafiante en los trabajos de los artistas, quienes, además de desplegar sus colores y diseños, empezaron a agregar nuevos e insospechados contenidos. Enmarcados en los colores chillones de la gráfica chicha, encontramos observaciones, eslóganes e imágenes que expresan abierta crítica contra el statu quo y su intento de evadir temas como el racismo, la discriminación, la postergación o la alienación (véase el afiche El Perú no es Lima). Los carteles empezaron a funcionar como provocaciones tendientes a iniciar la discusión o la reflexión sobre temas siempre presentes en la experiencia del colectivo de provincianos, tanto los de primera como de segunda y tercera generación, y que continuaban siendo invisibilizados por y para el resto del país, obedeciendo a la histórica postergación de lo no capitalino en el discurso nacional. Siguiendo su avance, los artistas chicha empiezan a establecer ciertas alianzas que agregan complejidad al fenómeno. Si bien esas elecciones podrían considerarse como parte de los intentos de los artistas por perfilar su contribución artística, revelan también cierta toma de conciencia, no solo de su lugar de enunciación y producción cultural subalterna, sino de una toma de posición sobre el espacio similar compartido con otras marginalidades. El arte chicha pone su gráfica al servicio de la visibilidad de otros colectivos igualmente marginales. Nos referimos tanto a la colaboración con el colectivo gay, como al uso de elementos de la estética 5 Los trabajos de Elliot Tupac ha sido abordados en la prestigiosa revista inglesa Creative Review. A nivel latinoamericano su obra ha sido expuesta en varias ciudades donde también ha elaborado sus conocidos murales. El 2015 fue el artista invitado de la Universidad de Newcastle para participar en el Festival Vamos. Su obra se pudo apreciar también en las películas de Claudia Llosa La Teta Asustada y Madeinusa. Ha dictado clases y dado conferencias sobre gráfica chicha en universidades de Chile, Argentina y Atlanta. chicha en la obra del artista Christian Bendayán al retratar la cotidianeidad travesti, detalles que interpretamos como una alianza hasta ese momento poco conocida. Figura 3. Afiche Suéltate la trenza. Día del Orgullo Gay, julio de 2003. Colaboración de Eliott Urcuhuaranga.6 Figura 4. Christian Bendayán, Con amor (2000).7 El contexto emergente quizás podría entenderse mejor si agregamos al análisis la perspectiva de Marjorie Garber, quien en su trabajo sobre el travestismo en cine, fotografía, literatura o cultura popular, concluye que el surgimiento de la discusión sobre este tema evidencia la existencia de un momento de crisis de categorías, ya que propone una desestabilización de binarismos confortables (1993, pp. 16-17). Es el travestismo el que posibilita la cultura, según Garber, ya que no solo se limita a crear confusión sobre las construcciones de género, sino que sobre todo aspira a desafiar las estructuras sociales de control que intentan imponer dichas categorías, un escenario similar al que identifica el proceso de emergencia de lo chicha. 6 El Micromuseo Al fondo hay sitio, bajo la curaduría de Gustavo Buntix, Daniel Contreras y Sophia Durand, en su edición dedicada a «Alteridades. El Travestismo en las colecciones de Micromuseo», consigna, entre otras, las contribuciones de Eliott (sic) Urcuhuaranga y Christian Bendayán: <https://bit.ly/3X4xMFB>. 7 Christian Bendayán es un reconocido pintor y gestor cultural, ganador de muchos premios nacionales. Su creación explora sobre todo el arte amazónico cuya simbología plasma en colores fulgurantes. Es un artista convencido de la necesidad de revelar al resto del Perú la enorme variedad de culturas, gustos, creencias y costumbres. El proceso de consagración de lo chicha como signo identificador de la nación continua alcanzando alturas. El avance del empoderamiento de los provincianos en el panorama nacional queda demostrado por los siguientes eventos. La elección hecha por Google, el 2017, de un diseño de Elliot Tupac para celebrar el 196° aniversario de la independencia nacional,8 el Smithsonian Folklife Festival dedicado a artistas chicha del Perú el 2015 o el éxito de la colección de ropa Wachimán2012, con diseños de Carmen Villavicencio Ruiz - KMK9 basados en las manifestaciones diarias de lo chicha convertidos en producto de exportación. Quizás lo único alarmante sea que, si bien se ha consagrado el diseño, los colores y el estilo, el clamor, el reclamo, la invitación a la discusión que acompañaron la evolución de esta corriente cultural se vayan dejando, estratégicamente, de lado. El hecho de que, aunque los productos culturales chicha hayan conseguido imponer su valor en el universo estético peruano e internacional, aún se siga librando la batalla por eliminar el automatismo del uso de vocablos relacionados con lo provinciano para expresar un insulto nos obliga a continuar retomando los versos de César Vallejo. Habiendo sido clasificado por Vargas Llosa como «un poeta huachafo a ratos», no podía faltar en este trabajo. Su clamor final en «Los nueve monstruos» se aplica plenamente a la lucha que sigue librando la chicha nuestra: «¡Ah! Desgraciadamente, hombres humanos,/ hay, hermanos, muchísimo que hacer» (1987, p.116). 8 Diversos medios de comunicación peruanos informaban el 28 de julio de 2017 que Google participaba en las celebraciones del 196° aniversario de la independencia nacional mostrando un doodle basado en el diseño de un afiche con motivos chicha del artista Elliot Túpac. Google señalaba que el doodle «captura la impresionante belleza natural del Perú, desde el más mínimo aleteo de las alas de colibrí hasta los picos de Machu Picchu». 9 KMK corresponde a las siglas de la propietaria Carmen Villavicencio, Kameka, quien declaraba para la Rotativa del Aire, 2012: «Enfocamos mucho que KMK se distinga por ser única dentro de las marcas urbanas. Usamos en los gráficos colores fuertes y figuras grandes. Para esta temporada mostramos parte de la cultura peruana como las expresiones y diseños de la cultura Moche. Wachiman explota todos los recursos que se ven en las calles, desde los boletos de los micros hasta los carteles de conciertos de cumbia» (Radio Programas del Perú, 2012). Referencias Bibliográficas BAILÓN, Jaime (2015), «La producción de la multitud: migrantes, chicheros piratas y otras bandas», Contratexto, 24, julio-diciembre, Universidad de Lima, pp. 271-285. BRUCE, Jorge (2008), Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo, Fondo Editorial Universidad de San Martín de Porres, Lima. CHURAMPI RAMÍREZ, Adriana (2013), «¿Who is afraid of… chicha? », Comidas Bastardas. Gastronomía, tradición e identidad en América Latina, Ángeles Mateo del Pino y Nieves Pascual Soler (eds.), Cuarto Propio, Santiago de Chile, pp. 269-287. ESPEZÚA, Dorian (2018), Perú Chicha. La mezcla de los mestizajes, Planeta, Lima. 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