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Un sacrificio eterno atraviesa la historia


¿Por qué un acto de entrega incondicional nos conmueve? ¿Qué lleva dentro el sacrificio de uno por el bien de otros para que despierte sentimientos de admiración y respeto? ¿Cómo es alguien capaz de pagar el precio de su vida —el «sacrificio final» que decía Lincoln— por la salvación de otros?


«El mundo es una selva», nos dicen. Y no les falta razón, no hay más que ver las noticias: cinismo, mentira, odio, violencia… «¿Malgastar la energía? ¿Dar la vida…? ¿Qué me estás contando? ¿Estás de coña? ¡Venga ya! Protégete y disfruta de la vida», ese es el pensamiento dominante.


Y en medio de esa selva, aturdidos por las voces que nos invitan a replegarnos y a meternos en la madriguera, de vez en cuando, algún día como hoy, honramos el sacrifico de Aquel que bajó a poner orden en el mundo. Él sabía lo que dejaba atrás, y sabía también lo que le esperaba: burla, escarnio, calumnia… Su misión encerraba un peligro cierto, aún así aceptó las consecuencias: ni los falsos testimonios, ni las pedradas, ni la muerte le impedirían ser quien era. Hoy, siglos después, nuestra mirada pusilánime tiende a distorsionar el sentido de ese sacrificio, como si fuera una misión suicida. Otros pretenden reducirlo a un acto de valor inútil para el progreso de los pueblos.


Mientras tanto, enseñamos «valores» líquidos, desencarnados —«¡no seamos exagerados!», dicen— para luego renunciar a ellos por miedo; miedo a jugárnosla, miedo a perder. A perder, ¿el qué?: a perder el dinero o el prestigio, miedo a perder el tiempo, la salud, las relaciones y los contactos. Miedo alentado por otros que nos susurran al oído, paternalistas: «apártate del mundo no sea que te contamine la corrupción y el vicio de la gente». Y así, retirándonos del mundo, dejamos sitio a todo lo mundano. Entonces es cuando levantamos un muro para defendernos del virus pernicioso de la gente; de esa gente perdida que no piensa como yo. Y desde lo alto de la almena, envanecidos, gritamos: «¡Oye tú!... Sí, tú. Ven, que aquí estamos calentitos».


Y si no es miedo es indiferencia. Y te dicen: «lo que te pasa es que eres un sentimental». Ya, pero algo en mi conciencia me dice que aquello que no haga me perseguirá eternamente. Que sí, que yo me quedaré a salvo, pero siento vergüenza de mí mismo porque me veo pasando por este mundo como un flojo y un cobarde, y eso… me atormenta.


Diogneto —un tipo desconocido del que solo conocemos el nombre, posiblemente del siglo II—, escribió esta epístola que retrata a los cristianos de la época:


«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad. Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».


¿Cómo es posible una vida así? ¡Es extraño!… No banalizaban el mal. Morir no parecía especialmente duro. Y los sacrificios tenían un sentido… oculto para una mirada frívola. Al menos nada indicaba que su vida fuera en vano. Amaban el mundo, sí. Pero no su mundanidad. ¿Cómo era esto posible? ¿Dónde estaba, —dónde está— el «truco» de esta gente? ¿Es algo que fuman? ¿Un lavado de cerebro? ¿Un cuento, una bola? ¿Es una farsa, quizás?


No, es una persona que atraviesa la historia, y hoy ha sido ajusticiada. Mirad, esta noche queda la Cruz, contempladla. Allí han clavado la salvación del hombre. En ella se encierra la vida y la muerte, la debilidad y la grandeza humanas, el principio y el fin. Ha sido el sacrificio final, definitivo…, pero eterno.

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